Los ordenadores contienen archivos y programas. Algunos tienen errores y virus. Mediante el formateado se limpian. Cuando compramos un ordenador de última generación, volcamos toda la información del antiguo al nuevo, y formateamos para evitar que los errores y virus existentes en aquel pasen y dificulten el funcionamiento del nuevo ordenador.
Los seres humanos también llevamos memorias y programas en nosotros. Las primeras proceden de nuestra propia experiencia y de las generaciones que nos han precedido.
Nuestros programas tienen nombres diversos: lealtades, mandatos, patrones de comportamiento, creencias, herencias. Parte de estas memorias y programas contienen errores, virus, limitaciones, órdenes, legados tóxicos o como queramos llamarlos, que nos complican y dificultan la existencia. Sabemos que están ahí porque algo en nosotros no va del todo bien. ¿Podemos limpiarnos de ellos?
Un paréntesis para repasar algunas historias.
En su libro autobiográfico “El secreto”, Philippe Grimbert nos cuenta su alta sensibilidad a pequeños detalles y sus fuertes reacciones a hechos que de entrada desconocía el significado. Sólo más tarde, al ir tirando del hilo y deshaciendo los nudos del ovillo con su paciente búsqueda, logra reconstruir la historia que explica y da sentido al misterio que ha impregnado una gran parte de su vida.
El neuropsiquiatra Boris Cyrulnik ha necesitado 69 años para reconstituir el puzzle de su vida y escribir su último libro “Sauve-toi, la vie t´appelle“, desde aquella noche en la que fue detenido por dos hombres armados que rodeaban su cama, con 6 años y con sus padres ya deportados. Transcribo algunas de sus frases:
«Cuando la memoria es sana, una representación de mí coherente y sosegada se construye en mí y explica la forma de vivir que me permite ser feliz y planificar mis acciones futuras”.
“Una memoria traumática no permite construir una representación mía que me da seguridad porque su evocación hace llegar de nuevo a mi conciencia la imagen del choque. Esta desgarradura congela en mí la imagen pasada y ensombrece mi pensamiento. Cuando la desgarradura me anula porque es demasiado intensa o porque estoy fragilizado por heridas anteriores, permanezco atontado, en agonía psíquica”.
“Una memoria traumática es intrusiva. Se impone y se adueña de nuestra alma. Prisioneros del pasado, volvemos a ver sin cesar las imágenes insoportables que, en la noche, pueblan nuestras pesadillas. La más pequeña banalidad de la vida despierta el desgarro: ”La nieve navideña en la montaña me trae a mí la imagen de los cadáveres helados de Auschwitz”, dice el superviviente”.
“La memoria traumática es una alerta constante para un niño herido: cuando es maltratado, adquiere una vigilancia helada y continúa sobresaltándose al mínimo ruido. Poseído por la desgracia pasada y fascinado por la imagen de horror instalada en su memoria, el herido se aleja del mundo que le rodea. Parece ido, indiferente, embotado, mientras su mundo íntimo hierve”.
“Cuando se ha vivido una experiencia traumática, un circuito de memoria queda impreso en nosotros. Nos hacemos hipersensibles a un tipo de información que, en lo sucesivo, percibimos con más agudeza que los otros. Los niños maltratados perciben más fácilmente la menor señal que puede anunciar el maltrato: una mandíbula ligeramente crispada, una mirada de pronto fija, un minúsculo ceño de cejas previo a un acto violento, etc. Así, constituimos “nuestro mundo escondido”. Alguien que jamás haya vivido esta experiencia dirá que son imaginaciones”.
“La memoria traumática altera la manera de entrar en relación. Para sufrir menos, el herido evita los lugares donde sufrió el trauma, las situaciones y objetos que podrían evocarlo y se impide pronunciar las palabras que pueden despertar la herida. No es fácil cotejarse con este herido mudo que habiendo enquistado su sufrimiento, se impide exteriorizar sus emociones. No busca comprender ni hacerse comprender. Se siente solo y excluido de lo humano”.
“La memoria traumática está soportada por una imagen clara sorprendentemente precisa, rodeada de percepciones borrosas, una certeza envuelta de creencias. Pero este tipo de memoria no es inexorable, aunque esté su traza en el cerebro. Evoluciona según los encuentros que obligan al cerebro a reaccionar diferentemente. Cuando el medio cambia, el organismo estimulado de otra manera secreta otras substancias”.
“Todo trauma modifica el funcionamiento cerebral. No todos reaccionamos de la misma manera ante un mismo hecho. Depende de nuestro estado anterior al suceso. Si un niño ha recibido un afecto seguro en sus inicios, el sentimiento de seguridad que se deriva de ello, impide que la memoria visual imponga sus imágenes de horror y se apodere de su mundo íntimo. Si además, puede hacerse una representación verbal de lo sucedido y encontrar a alguien para explicárselo, esta aptitud para verbalizar facilita también su dominio emocional. Todo niño con estas dos corazas protectoras se verá menos afectado al recibir el impacto traumatizante”.
“Los traumatizados tienen una clara memoria de imágenes y una mala memoria de palabras”.
Lo que nos deja todo esto…
Las frases seleccionadas del magnífico libro de Boris Cyrulnik nos muestran con una gran claridad las consecuencias de albergar en nosotros memorias generadas por hechos traumáticos vividos que nos complican la existencia.
Las experiencias pasadas propias y heredadas, traumáticas o no, al quedarse en nosotros en forma de memorias y programas, influencian inconscientemente nuestras percepciones, pensamientos, actitudes, acciones, vida y destino.
El afecto seguro, tomado principalmente de nuestros padres y la aptitud para verbalizar lo sucedido, son dos escudos protectores previos que suavizan el impacto emocional de un hecho hiriente.
¿Para qué asistir a un taller de Inteligencia Sistémica?
Cada uno de nosotros somos únicos por las distintas herencias recibidas y por las diversas experiencias vividas en vida. Algunas de ellas nos dan fuerza y nos potencian. Otras nos debilitan, nos limitan y nos pesan como una losa. Aunque no somos conscientes de que las llevamos, hay síntomas reveladores de su existencia: una enfermedad, una adicción, un estallido o un bloqueo emocional repetitivo, dificultades laborales, económicas y relacionales persistentes, falta de energía y de atención, acciones realizadas inesperadas no deseadas, etc.
Los talleres de Inteligencia Sistémica ayudan a explorar estas situaciones difíciles, a detectar sus causas y dinámicas, hacerlas visibles y comprensibles, dar los impulsos necesarios y construir las bases de solución para estar mejor con nosotros mismos, y por ende, con los demás.